Las transformaciones urbanísticas, la crisis y la huida de los vecinos cercan la historia del barrio; a punto de desaparecer.
Del ruido de las sillas a la falta de tránsito. Las calles históricas de El Perchel, a pesar de su situación geográfica, apenas son frecuentadas por los malagueños, especialmente en comparación con las avenidas aledañas. Una situación que choca con el pasado.
Lucas Martín «Yo he nacido de un padre blanco y de un pequeño vaso de agua de vida andaluza. Yo he nacido de una madre hija de una hija de quince años nacida en Málaga en los Percheles el hermoso toro que me engendra la frente corona de jazmines». En una mañana soleada, a la entrada de las antiguas calles de El Perchel, mientras dos técnicos de las obras del metro examinan la consistencia de los adoquines, resulta difícil seguir el curso del poema de Picasso. El que fue en su día el barrio más tradicional de Andalucía, junto a Triana y El Albaicín, se ha convertido en una de las múltiples áreas residenciales que rodean la corona del Centro. En la esquina de las calles Huerto de Madera y Malpica, la cal advierte de un pasado de cartelería generosa, pero ni rastro de flores, de balcones abiertos y niños que corretean. El Perchel, como los tiempos, es otro. Y va perdiendo, incluso, la sombra de sí mismo.
En los alrededores de la iglesia, casi se superponen los fantasmas. El silencio, antaño roto por guitarras y comercios, permite imaginar los días en los que se apelotonaban las fábricas y los corralones. El barrio, desdibujado y comprimido, se atrinchera en sus recuerdos, cada vez menos tangibles. Bloques nuevos, solares, alguna que otra tienda de todo a cien, un centro budista. En la calle Ancha del Carmen también se viene abajo la tienda centenaria Confecciones El Capricho. Sus vitrinas encierran ahora anuncios de pisos y de reformas. A su lado, otro comercio, ha empezado ya a poner precio a sus maniquíes. ¿La crisis? Los vecinos tienen otra teoría. «Qué va a ser la crisis, hombre. Esto se lo cargaron cuando hicieron la avenida de Andalucía», señala Pepe Sánchez.
Si El Perchel tiene solera no es sólo por sus antiguas costumbres. Durante buena parte del pasado siglo, abarcó una de las extensiones más vivas de Málaga, la que discurre entre la calle Mármoles y la playa de El Bulto. Al barrio, pertenecía El Llano de la Trinidad, pero también las insignias de una ciudad industrial y con olor a pescado y a flamenco. La construcción de la avenida supuso una frontera infranqueable, a la que siguieron las expropiaciones, la mayoría hechas a las bravas, con nuevas ubicaciones en Ciudad Jardín y La Palma. Para muchos, significó un movimiento parecido al exilio. Ángel Molina, de la Peña Perchelera, recuerda los problemas de adaptación de los vecinos más acostumbrados a vivir a la malagueña, con las pies metidos en el mar y el resto del cuerpo arrebujado contra el patio. Muchos de los que habitaban los cañaverales de la playa, se vieron, de repente, en apartamentos. Confundían los bidés con bañeras para niños y dejaban las bestias amarradas en los ascensores.
La mayoría de los que se fueron ganaron en calidad de vida, pero el barrio perdió sus movimientos. Se apagaron las fábricas, se derribaron las casas. En una puerta entreabierta de madera, en la calle Angosta del Carmen, se apilan cajas y objetos de cambalache. Juguetes, vasos de plástico, maderas, abanicos. Fernando Corral, vendedor, ordena su almacén. Llegó al barrio hace cuarenta años. Mientras señala a edificios de nueva construcción, evoca las noches de verano, con decenas de vecinos sentados a la fresca, identificando la vida con la risa, el canto y el ruido. «La calle estaba llena de locales. Ahora es distinto, nadie habla con nadie. Se fue la clase media, que era la que compraba», puntualiza.
Junto a las calles y las casas, también se difuminan las huellas del mar. El barrio debe su nombre a los percheles, las perchas que se utilizaban para poner a secar el pescado. Por las mañanas los niños se colaban en la fábrica de La Aurora para empaparse del olor del anís estrellado. Había negocios de envases, aceiteras, bodegas, zapaterías. Una lengua de actividad que enroscaba los edificios nobles de la avenida de Andalucía.
En la barra de la Peña Perchelera, Ángel Molina, cuenta que El Perchel fue durante décadas un entorno poblado de pescadores. «Se pasaba hambre, pero también existía mucha solidaridad. Los vecinos se cuidaban entre sí», indica. Los obreros acudían a las fábricas, el arroyo El Cuarto intimidaba en los días de lluvia, el cine Rialto y sus candilejas llamaban los domingos desde los terrenos que hoy ocupan los centros comerciales. «A los ricos no les gustaba que la gente de aquí fuera al Centro. Decían que olían a pescado», resalta.
El bar de la Peña, animado por el sonido de las fichas de dominó, está rodeado de fotografías antiguas del barrio. Obreros volviendo del trabajo, jóvenes de bigote incipiente defendiéndose de la crecida del arroyo, el negocio de vinos de La Manchega, Las Tinajas de San Pedro, con decenas de personas pendientes de la guitarra. Un tumulto que choca con la placidez casi indecorosa que gobierna ahora sus calles. «Aquí ya sólo viene la gente en Semana Santa», precisa un comerciante.
De los vecinos de aquella época, la anterior a las expropiaciones, ya sólo quedan diez familias. En la Peña, acota Molina, son setenta. Muchos socios han querido seguir vinculados a El Perchel a pesar de haberse mudado. Pepe Sánchez es de los que han vuelto. Y no quería ni oír hablar de tecnicismos. «Expropiar es lo que se hace ahora. Entonces te daban lo que querían y te tenías que ir. No había más opciones», precisa. En su caso, fueron los terrenos enajenados por los Larios. Desde la sala de la parroquia, a apenas unos metros de la calle Ancha del Carmen, apunta a una plenitud comercial que ya se percibe borrosa, extinta, anulada. «Esa calle era parecida a lo que fue Carretería. Un sitio comercial, de tránsito».
José Ros y Pepe Sánchez recuedan a hileras de vecinos recién apeadas de los autobuses, muchas de ellas con jaulas con gallinas y comida, cruzando, en su visita a la ciudad, las puertas de los negocios. Las carreras de los viajeros justo al lado del convento por el que pasó Torrijos en su camino a la desgracia. Por esa misma calle, donde hoy sólo circulan los rumores del mercado de abastos, rodó la mano de El Chiquito, en los tumultos anteriores a la guerra. Un pasado metido en la historia a bocinazos, sin ni siquiera tener que explicarse. Hasta ahora, cuando las calles de El Perchel funcionan como el estribillo sin ángel de la tonada comercial de Salitre y las grandes superficies.
La gente no parece muy animada. Cuando se les pregunta por alguna fórmula para revitalizar el barrio, se repiten las mimas caras de resignación. «Esto es muy difícil que vuelva a ser lo que era», responden. Mientras tanto, la crisis añade más malaje al antiguo cante del barrio. «Es trágico cuando se vive del comercio y apenas hay nada en la caja al final del día», lamenta Julio Basterrechea, secretario de la Asociación de Empresarios y Comerciantes de El Perchel. Los vecinos están molestos además por una de las últimas obras del Ayuntamiento, que estuvieron a punto de destrozar el refectorio del convento, que data del siglo XVIII. Hoy, la antigua sala de los religiosos enseña un tajo innoble en el centro, quizá metáfora de un barrio que sigue siendo emblema de Málaga; aunque cada vez más como símbolo. Hasta que duren los pasos.
Lucas Martín, La Opinión de Málaga, 20/05/2012