Por circunstancias que no vienen al caso he tenido últimamente la oportunidad de disfrutar de cerca de una de las grandes rarezas del patrimonio arquitectónico de Málaga. No me refiero, por supuesto, a la acumulación de fórmulas dieciochescas, ni siquiera a esos reductos de encofrado y pintura que respiran, como bacterias apáticas, debajo de la piel muerta de la cultura del pelotazo. Hablo de los solares, de los solares realmente cualificados. En un radio de apenas dos kilómetros, el que engloba el Centro, he podido inventariar más de cuarenta; muchos de ellos cercados, otros abiertos como una región selvática de la memoria de otro tiempo, solares como lamentos llegados desde el país de la herrumbre, a los que quizá únicamente le falta un poco más de frondosidad para emparentar con la caída de los imperios cotidianos, con la decadencia de una nobleza sentimental, la que tenía más letras y agallas que títulos y acciones.
Solamente Lisboa, la Lisboa entregada a la picadura de la piedra y las carreras de la vegetación, supera en lirismo a algunos de los ejemplos que sobreviven en Málaga, aunque con diferencias agitadas, lo que en la ciudad por el Tajo es humedad y cuento de hadas, en la capital de la provincia se convierte en obstinación y mordedura de serpiente; Lisboa es una señora impecable que espera en su castillo la llegada del Apocalipsis, Málaga un revoltijo después de una fiesta. Digo de sus solares, criaturas marcadas, zonas de narración y de desidia, en las que bailotean salvajamente los cristales molidos, las hierbas y las latas, los muros y las perchas de la ropa. Nada de yermos, de baldíos, no se trata de eso; nuevos desiertos vaciados por la caída de una catástrofe, con azulejos de cocina todavía intactos sobre las medianas y los trozos de paredes. El patio trasero del conservatorio María Cristina, con una ensalada de ladrillos metida en el ojo tuerto de la ventana, su delirio de enfrente, en el que hasta se mantienen los enchufes y el papel de colores, casi suspendidos en el aire.
A pocos metros de la oficina en la que escribo este artículo, con vistas al aparcamiento de Tejón y Rodríguez, el espectacular monstruo de decenas de balcones del que sólo se conserva la fachada, como en la novela de Georges Perec, La vida instrucciones de uso, la casa abierta y convertida en una cáscara, en una concha de pasado quebradizo, triturado. Ceniza, óxido, pellejos de televisores, y hasta una muñeca, prodigiosa muñeca, incrustada en un hueco de la pared de uno de los solares de la calle Compañía; un juguete con el pelo rubio, como paja oscurecida por el légamo, quizá abandonado, superviviente mágico del derrumbe que es una parte de una ciudad y de una época. La guerra de la economía, los símbolos del desastre, de la negligencia de un periodo excesivamente acelerado al que todos ponen parches en las distancia. La belleza escandalosa de la crisis, de la destrucción, la vida metida como rastros de trufas entre las flores del desastre.
Solamente Lisboa, la Lisboa entregada a la picadura de la piedra y las carreras de la vegetación, supera en lirismo a algunos de los ejemplos que sobreviven en Málaga, aunque con diferencias agitadas, lo que en la ciudad por el Tajo es humedad y cuento de hadas, en la capital de la provincia se convierte en obstinación y mordedura de serpiente; Lisboa es una señora impecable que espera en su castillo la llegada del Apocalipsis, Málaga un revoltijo después de una fiesta. Digo de sus solares, criaturas marcadas, zonas de narración y de desidia, en las que bailotean salvajamente los cristales molidos, las hierbas y las latas, los muros y las perchas de la ropa. Nada de yermos, de baldíos, no se trata de eso; nuevos desiertos vaciados por la caída de una catástrofe, con azulejos de cocina todavía intactos sobre las medianas y los trozos de paredes. El patio trasero del conservatorio María Cristina, con una ensalada de ladrillos metida en el ojo tuerto de la ventana, su delirio de enfrente, en el que hasta se mantienen los enchufes y el papel de colores, casi suspendidos en el aire.
A pocos metros de la oficina en la que escribo este artículo, con vistas al aparcamiento de Tejón y Rodríguez, el espectacular monstruo de decenas de balcones del que sólo se conserva la fachada, como en la novela de Georges Perec, La vida instrucciones de uso, la casa abierta y convertida en una cáscara, en una concha de pasado quebradizo, triturado. Ceniza, óxido, pellejos de televisores, y hasta una muñeca, prodigiosa muñeca, incrustada en un hueco de la pared de uno de los solares de la calle Compañía; un juguete con el pelo rubio, como paja oscurecida por el légamo, quizá abandonado, superviviente mágico del derrumbe que es una parte de una ciudad y de una época. La guerra de la economía, los símbolos del desastre, de la negligencia de un periodo excesivamente acelerado al que todos ponen parches en las distancia. La belleza escandalosa de la crisis, de la destrucción, la vida metida como rastros de trufas entre las flores del desastre.
Lucas Martín, La Opinión de Málaga, 10/05/2012
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